Por Jorge Sánchez, Grupo de Investigación Literatura y Escuela, Universidad Autónoma de Chile; y Patricio Moya, Universidad Santiago de Chile.
Existe un entramado de líneas que une un verso de Mistral, un riff de Tool, un fanfic de Taylor Swift y una viñeta de Junji Ito. Ese hilo es la lectura compartida: la capacidad de construir sentido en comunidad. El Plan Nacional de la Lectura, Escritura y Oralidad 2025-2030 parte de esta premisa: leer, escribir y hablar no son habilidades aisladas, sino formas de convivir en el lenguaje.
Por primera vez, una política pública chilena sitúa lectura, escritura y oralidad en un mismo plano, incorporando lenguajes visuales, digitales y corporales. En un mundo donde coexisten libros, pantallas, poemas y algoritmos, el Plan invita a reconocer que prácticas como clubes de manga, playlists de Swifties, declamación rural o talleres universitarios son expresiones legítimas de comunidad. Como recordaba Coseriu, la lengua es histórica porque vive en prácticas concretas: leer un fanfic o escribir por WhatsApp no es desviarse de la lengua, sino actualizarla.
Leer no es solo decodificar, sino habitar la palabra con otros. Siguiendo a Chartier y Barton, el documento entiende que las prácticas del lenguaje son situadas y que la mediación —docentes, bibliotecarias, agentes culturales— sostiene el acceso. Michele Petit lo señaló hace años: ningún libro vive sin alguien que lo haga vivir. Hoy la lectura es también experiencia multimodal donde imagen, sonido, gesto y texto dialogan para construir sentido.
Este enfoque, sin embargo, abre desafíos. Aunque el Plan amplía con lucidez las fronteras de la lectura, ofrece poca articulación con la formación universitaria de docentes. Las acciones se concentran en la escuela y el territorio, dejando en segundo plano a las instituciones formadoras.
De ahí un desafío central: preparar a los futuros profesores para comprender y valorar las formas de leer y escribir que emergen en las comunidades de sus estudiantes, especialmente en un tiempo en que los usos sociales, propósitos y materialidades del lenguaje están en transformación constante. Si bien los estándares reconocen prácticas vernáculas, falta afirmar explícitamente que toda forma de lectura posee valor formativo. También se extraña una propuesta más operativa para la formación de mediadores culturales, figura clave si la lectura quiere asumirse como derecho.
El Plan sugiere que la clave está en fortalecer comunidades lectoras. No se trata de imponer cánones, sino de escuchar los sentidos que emergen en cada territorio. Leer en comunidad es un ejercicio de ciudadanía cultural.
Para la formación inicial docente, esto implica superar la lógica de la lectura evaluada y recuperar la lectura vivida. Los futuros profesores deben reconocerse como usuarios del lenguaje en su sentido más amplio y experimentar cómo la lectura colectiva genera pertenencia cultural. Clubes, conversaciones con autoras y acompañamiento en escuelas muestran que enseñar Lenguaje no es solo transmitir habilidades, sino mediar entre textos, personas y mundos posibles.
El Plan no entrega recetas, pero sí una ética: la palabra como derecho y como vínculo. Frente a la fragmentación, comunidad; frente al aislamiento, conversación; frente al desencanto, el poder de leer, escribir y hablar juntos.









